Tula o Tollan, patria de los toltecas, en la que quizás se asentó el mítico reino de Quetzatcóatl, sigue siendo vigilada desde hace diez siglos por los imponentes atlantes. Quizá son recuerdo de una civilización desconocida que dominó el mundo, o quizá el símbolo de un conocimiento mágico hoy imposible de rescatar. En una planicie de suelo calizo, se alzan los restos de la que fue capital de los toltecas.
Todos los pueblos de América han rescatado recuerdos de gigantescos dioses venidos de las aguas. En Tula, ese recuerdo adquiere una de sus máximas expresiones físicas en las figuras de esos guerreros de ocho toneladas y media de peso cada uno, cinco metros de altura y uno de diámetro, construidos con cuatro piezas de basalto ensambladas y ataviados con lo que los arqueólogos han descrito como un penacho pectoral en forma de mariposa, un posible lanzadardos en la mano derecha, bolsas para resinas en la mano izquierda, y en la espalda un broche circular con el rostro del Sol.
¿Guerreros del pueblo de Tula, guerreros del Cosmos, extraterrestres, gigantes? ¿Por quién fueron acaudillados y qué representan? Y por encima de todos estos enigmas, aparece el misterioso pueblo tolteca, del que nadie conoce con certeza sus orígenes, ni tampoco las razones de su súbita desaparición.
El mítico reino de Tolan
Algunas hipótesis sitúan a sus moradores como herederos de la mítica Atlántida, y justifican en este origen los sorprendentes conocimientos de este pueblo que parece surgido por generación espontánea.
Entre otros, el historiador George Vaillant indica que los toltecas fueron un pueblo errante que, bajo la dirección del sacerdote-astrólogo Huémac (del que se dice vivió trescientos años), fundaron la ciudad de Tula. Posiblemente este grupo de toltecas fueron desterrados o tuvieron que huir por motivos desconocidos de su patria original, Huehuetlapallan, ubicada en el más mítico que histórico reino de Tolan, de localización imprecisa. Cuentan que vagaron durante 104 años hasta llegar a Tollantzinco, una zona fértil al norte de lo que es hoy la ciudad de México.
Tampoco se conocen los motivos por los que poco después abandonaron este rico territorio y se retiraron hacia la ciudad de Tula, asentamiento de los atlantes. Estos enigmáticos toltecas ya fueron una leyenda para los aztecas, quienes los describieron como "hombres especiales, altos y conocedores de las cosas ocultas", los primeros habitantes de esta tierra después de que el mundo ya se hubiese destruido cuatro veces.
Quetzatcóatl. El instructor de los Toltecas
En la mitología y la historia toltecas, es la figura de Quetzatcóatl es la más importante. La controversia sobre su verdadera identidad es absoluta. Para algunos, el protagonista de las leyendas fue solamente un héroe militar, hijo de Chimalma y Mixcoátl, que acaudilló a su pueblo hacia el siglo X d.C., y que tomó el nombre de una de sus divinidades principales.
Para otros, fue un hombre ascendido a la categoría de Dios, un sacerdote guerrero que instruyó a los suyos (¿cómo adquirió sus conocimientos?) en la ciencia del tiempo y los calendarios, la construcción de pirámides y las matemáticas, y cambió los destinos de su pueblo. Condujo a los toltecas a la paz y el esplendor, y sus facciones y conformación física lo distinguían del resto de sus coetáneos, lo que ha dado lugar a no pocas especulaciones. Parece que con Quetzatcóatl se suspendieron los sacrificios cruentos, que más tarde serían restaurados tras la invasión de los chichimecas.
Es imposible precisar la cronología de este personaje legendario, si bien sitúan su reinado en Tula, entre los años 843 y 977 d.C. Las narraciones han recogido sobre su destino final un episodio oscuro y sujeto a todo tipo de interpretaciones. Dicen que tentado por el mal, cayó en la soberbia y la lujuria, y que consciente de que había fracasado en su misión, se fue con un grupo de discípulos hacia la costa, donde se inmoló o salió "despedido en llamas" hacia el cielo, convirtiéndose en Venus, la estrella de la mañana. Aquello supuso el declive de su pueblo, que desaparece súbitamente en la niebla de la historia.
También la tradición recoge que Quetzatcóatl era hijo de un dios de los cielos y una madre terrestre, que buscó sin éxito a su padre durante su edad adulta, y cuya tez blanca le proporcionaba la apariencia de pertenecer a otra raza. Y Quetzatcóatl prometió volver, una promesa que resultó fatídica para los aztecas que en el año 1519 confundieron a Hernán Cortés con su esperado héroe.
Según la interpretación más ortodoxa, las exigencias cruentas de los dioses toltecas y el fuerte dominio teocrático y militar de su gobierno, condujeron a fuertes enfrentamientos con los vecinos nómadas del norte, quienes terminaron por incendiar, hacia el año 1165, los palacios y templos de Tula, que por aquel entonces albergaban a 85.000 personas, expulsando a los toltecas hacia el sur y provocando así su posterior fusión con los mayas, plasmada en Chichen Itzá.
Pero la historia oficial también presenta fisuras, y una de ellas apunta a la incongruencia de que un pueblo que se supone no conoció los animales de carga, las herramientas de metal, ni la rueda, sí que en cambio, fruto del denominado "ingenio colectivo", fueran capaces de fabricar adobe, de cortar con absoluta precisión las piedras y levantar pirámides, y de usar la argamasa como aglomerante.
Visitantes de otros mundos
Determinar cuál es el verdadero significado de las figuras conocidas como atlantes, no resulta sencillo. No es mucho lo que queda de la patria de estas colosales esculturas, si exceptuamos ese aluvión de figuras de jaguares y coyotes, águilas que devoran corazones (como las que aparecen en el templo de Tlahuizcalpantecuhtli) y serpientes que enguyen esqueletos humanos. Y coronando tan sombrío panorama, se alzan las orgullosas figuras de estos guerreros, objeto de adoración de grupos ocultistas de todos los tiempos, guardianes de piedra que en su apogeo sustentaron un templo ya desaparecido.
Para los partidarios de la hipótesis de un pasado en que la raza humana convivió con civilizaciones extraterrestres, los atlantes son una prueba. Cada parte de su atuendo ha sido interpretado como los accesorios técnicos de visitantes de otros mundos: el pectoral en el pecho ha sido identificado como una especie de aparato que les permitía respirar en nuestra atmósfera; el arma de su mano izquierda como un instrumento láser o desintegrador; y sus facciones hieráticas y su descomunal estatura, como signos de su pertenencia a una raza desconocida. Y no faltan quienes afirman que no se trata de extraterrestres, sino de esos gigantes con cualidades divinas que los libros sagrados recogen que nos visitaron en un tiempo remoto.
Otros han visto simplemente en ellos a la representación de los guerreros "nahuas", con su vestido militar y su atlas o lanzadardos, un arma esencial que les proporcionó el dominio sobre los pueblos guerreros de la lanza del altiplano y del Sur.
Los guerreros del Cosmos
Sin embargo, para parte de la moderna arqueología, para acercarse a los atlantes, es necesario tener presente el mito esencial entre los toltecas: el de las cuatro eras (bajo las cuales se fundaron no una, sino varias Tulas toltecas diseminadas por todo el país), un mito tan complejo y elaborado que llegó a ser considerado en México como la esencia de la filosofía, siendo el término tolteca equivalente al hombre guerrero y espiritual, el de mayor estima y valía.
Es en el seno de esta mitología semidesconocida donde los atlantes adquieren una nueva perspectiva susceptible de distintas lecturas. La primera de ellas, y la más evidente para muchos arqueólogos, es que estos colosos toltecas son los guerreros de los cuatro tiempos y las cuatro direcciones o rumbos del Universo. Detrás de ellos, dicen, aparecen cuatro columnas con representaciones de Quetzatcóatl en sus cuatro variantes, y de Tezcatlipoca en sus otras cuatro variantes, plasmación del concepto de los cuatro extremos y la dualidad. Para los toltecas, el Universo era dual, y cada una de sus partes se dividía a su vez en otras cuatro, que se articulaban mediante una dinámica de lucha y tensión entre ellas, dominando de forma alterna y creando así el movimiento que da vida. Sin duda, un planteamiento sumamente elaborado para un pueblo del que se dice no conoció los instrumentos de metal.
De este mito surge también una nueva interpretación para Quetzatcóatl, cuyo atributo esencial son las plumas, el elemento aéreo que simboliza el mundo superior y espiritual, y la serpiente, símbolo de la sabiduría. Quetzatcóatl, la serpiente emplumada, acaso dios hecho hombre o quizás hombre hecho dios, implicaría en todo caso el camino iniciático planteado por los toltecas, que conduce a la meta del hombre que integra y equilibra razón y espíritu, el hombre que alcanza su totalidad. Por cierto, el mito tolteca también recoge el diluvio de Noé, inmerso en lo que ellos llamaron "Primera Era" o "Sol de agua", que duró 1.716 años a partir de la creación del mundo. Los toltecas nos dejaron vaticinado que el quinto sol, en el que vivimos ahora, terminará bajo el azote del fuego.
Imponentes y absortos, los atlantes de Tula siguen vigilando los rumbos del Cosmos con la misma expresión lejana en sus rostros, ajenos a nosotros, o quizás todavía entre nosotros (grupos ocultistas afirman que siguen tan vivos que caminan entre las piedras por las noches). Seguramente, conocer su significado equivaldría a tener que construir toda una nueva teoría del pasado, una tarea sumamente molesta para la ciencia histórica, que prefiere seguir viendo en ellos a los guerreros de un pueblo que alcanzó un desarrollo inusitado y después se perdió en los laberintos de la leyenda.