INTRODUCCIÓN A LA DOCTRINA ESOTÉRICA. EDOUARD SCHURÉ


Reproducimos prefacio realizado por el autor Edouard Schuré en su obra "LOS GRANDES INICIADOS",  titulada: Introducción a la doctrina esotérica.

Persuadido estoy de que llegará día en que el fisiólogo, el poeta y el filósofo hablarán el mismo lenguaje y se entenderán todos. Claude Bernard. 

El mayor mal de nuestro tiempo es que la Ciencia y la Religión, aparecen como fuerzas enemigas e irreductibles. Mal intelectual, tanto más pernicioso cuanto que viene de lo alto y se infiltra cautelosamente en todos los espíritus, como sutil ponzoña que se respira en el aire. Y todo mal de la inteligencia viene a ser a la larga un mal del alma, y por consecuencia, un mal social. 

Mientras el cristianismo no hizo otra cosa que afirmar sencillamente la fe cristiana, en una Europa aún semibárbara, como ocurría en la Edad Media, él, fue la mayor de las fuerzas morales y formó el alma del hombre moderno. En tanto que la ciencia experimental, reconstituida en el siglo XVI, reivindicó sólo los derechos legítimos de la razón y su ilimitada libertad, ella fue la mayor de las fuerzas intelectuales, renovó la faz del mundo libertando al hombre de las seculares cadenas, y proveyó al espíritu humano de bases indestructibles. 

Pero desde el momento que la Iglesia, no pudiendo probar ya su dogma primitivo ante las objeciones científicas, se encierra en aquél como en una casa sin ventanas, oponiendo la fe a la razón, de modo absoluto e indiscutible; desde que la Ciencia enajenada por sus descubrimientos en el mundo físico, hace abstracción del psíquico e intelectual, y se ha hecho agnóstica y materialista en sus principios y finalidad; desde que la Filosofía, desorientada e impotente entre ambas, ha abdicado en cierto modo de sus derechos, para caer en un escepticismo trascendente, una escisión profunda se ha operado en el alma de la sociedad, al igual que en la de los individuos. Este conflicto, al principio necesario y útil, puesto que estableció los derechos de la Razón y de la Ciencia, ha terminado por ser causa de Impotencia y agotamiento. La Religión, responde a las necesidades del corazón: de ahí su magia eterna. La Ciencia, a las del espíritu, de donde proviene su fuerza invencible. 

Pero desde hace mucho tiempo, estas dos potencias no saben entenderse y convivir. La Ciencia sin esperanzas y la Religión sin prueba, se alzan una frente a la otra, y se desafían sin poderse vencer. De ahí deriva una profunda contradicción, una guerra sorda, no solamente entre el Estado y la Iglesia, sino también dentro de la misma Ciencia, en el seno de todas las Iglesias, y hasta en la conciencia de todos los que piensan. Porque quienquiera que seamos, a cualquier escuela filosófica, estética o social, a que podamos pertenecer, todos llevamos en nosotros mismos estos dos mundos enemigos, en apariencia irreconciliables, que nacen de dos necesidades indestructibles en el hombre: la necesidad científica y la necesidad religiosa. 

Esta situación que persiste desde hace más de un siglo, no ha contribuido ciertamente en poco, a desarrollar las humanas facultades, poniéndolas en tensión unas con otras. Ella ha inspirado a la poesía y a la música, acentos de un patetismo y grandiosidad inauditos. Pero hoy la tensión prolongada ha producido el efecto contrario. Así como el abatimiento sucede a la fiebre en un enfermo, aquella tensión se ha convertido en marasmo, en tedio, en impotencia. La Ciencia no se ocupa más que del mundo físico y material; la filosofía moral ha perdido la dirección de las inteligencias; la Religión gobierna aún en cierto modo a las masas, pero no reina ya sobre las ciencias sociales, y siempre grande por la caridad, no brilla ya por la Fé. 

Los guías intelectuales de nuestro tiempo, son incrédulos o escépticos, perfectamente sinceros y leales, pero que dudan de su arte, y se miran sonriendo como los augures romanos. En público, en privado, predicen las catástrofes sociales sin encontrar el remedio, o envuelven sus sombríos oráculos en eufemismos prudentes. Bajo tales auspicios, la literatura y el arte han perdido el sentido de lo divino. 

Deshabituada de los horizontes eternos, una gran parte de la juventud se ha alistado en lo que sus maestros llaman el naturalismo, degradando así el bello nombre de Naturaleza. Porque lo que decoran con este vocablo, sólo es la apología de los bajos instintos, el fango del vicio o la pintura complaciente de nuestras lacras sociales; en una palabra, la negación sistemática del alma y de la inteligencia. Y la pobre Psiquis, perdídas sus alas, gime y suspíra de extraño modo, en el fondo de aquellos mismos que la insultan y la niegan. A fuerza de materialismo, de positivismo y de escepticismo, este siglo ha llegado a una falsa idea de la Verdad y del Progreso. 

Nuestros sabios, que practican el método experimental de Bacon para el estudio del Universo visible, con precisión maravillosa y admirables resultados, se forman de la Verdad una idea completamente externa y material. Creen que a ella nos aproximamos a medida que se acumula un mayor número de los hechos. En su punto de vista tienen razón. Pero lo más grave es que nuestros filósofos y moralistas han terminado pensando lo mismo, y de este modo, las causas primeras y los fines últimos serán para siempre impenetrables al espíritu humano. Porque suponed, que llegamos a saber exactamente lo que pasa, materialmente hablando, en todos los planetas del sistema solar, lo que, entre paréntesis, sería una magnífica base de inducción. Suponed, además, que sepamos qué especie de habitantes contienen los satélites de Sirio y de varias estrellas de la Vía Láctea; seguramente sería maravilloso saber todo esto, pero ¿Sabríamos por ello más acerca de nuestra bruma estelar, sin hablar de la nebulosa de Andrómeda y de la de Magallanes?. No. Y ello es causa de que nuestro tiempo conciba el desarrollo de la humanidad, como la eterna marcha hacia una verdad indefinida, indefinible, y a la que jamás tendrá acceso. Esta es la concepción de la filosofía positiva de Augúste Comte, y Herbert Spencer, que ha prevalecido en nuestros días. 

La Verdad, era otra cosa muy distinta para los sabios y teósofos del Oriente y de Grecia. Ellos, sin duda, sabían que no se la puede abarcar ni equilibrar sin un sumario conocimiento del mundo físico; pero también sabían que reside ante todo en nosotros mismos, en los principios intelectuales y en la vida espiritual del alma. Para ellos el alma era la sola, la divina realidad y la llave del Universo. Reconcentrando su voluntad, desarrollando sus facultades latentes, alcanzaban el luminar vivo que llamaban Dios, cuya luz hace comprender a los hombres y a los seres. Para ellos lo que llamamos el Progreso, es decir, la historia del mundo y de los hombres, no era más que la evolución en el Tiempo y en el Espacio de esta Causa central y de este Fin último. — ¿Creéis que estos teósofos fueron puros contemplativos, soñadores impotentes, fakires subidos a sus columnas?. Error. El mundo no ha conocido hombres más grandes de acción, en el sentido más fecundo, el más incalculable de la palabra. Brillan ellos como estrellas de primera magnitud en el cielo de las almas. Se llaman: Krishna, Budha, Zoroastro, Hermes, Moisés, Pitágoras, Jesús, y fueron poderosos moldeadores de espíritus, formidables vivificadores de almas, saludables organizadores de Sociedades. No viviendo más que para su idea, prestos siempre a morir y sabiendo que la muerte por la Verdad es la acción eficaz y suprema, ellos han creado las ciencias y las religiones, por consiguiente las letras y las artes, cuyo jugo nos nutre aún y nos da la vida. 

¿Qué va a producir el positivismo y escepticismo de nuestros días?. Una generación seca, sin ideal, sin luz y sin fe; no creyente en el alma ni en Dios, ni en el porvenir de la Humanidad, ni en esta vida ni en la otra; sin energía en la voluntad, dudando dé sí misma y de la libertad humana. 

“Por sus frutos los juzgaréis”, decía Jesús. Esta frase del Maestro de los Maestros, se puede aplicar lo mismo a las doctrinas que a los hombres. Sí; este pensamiento se impone: o la Verdad es para siempre inaccesible al hombre, o ha sido poseída en gran parte por los más grandes sabios y los primeros iniciadores de la tierra. Ella se encuentra, por lo tanto, en el fondo de todas las grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. Sólo que es preciso saberla encontrar y extraer. 

Si se contempla la historia de las religiones con los ojos iluminados por la verdad central, que sólo la iniciación interna puede dar, queda uno a la vez sorprendido y maravillado. Lo que entonces se advierte no semeja casi en nada a lo que enseña la Iglesia, que limita la revelación al cristianismo, y no la admite más que en su sentido primario; pero se parece también muy poco a la que se enseña en nuestras Universidades, a la ciencia puramente naturalista, aunque ésta se coloca, sin embargo, en un punto de vista más amplio, puesto que pone a todas las religiones en la misma línea, y les aplica un método único de investigación. Su erudición es profunda, su celo admirable, pero aún no se ha elevado hasta el punto de vista del esoterismo comparado, que muestra a la historia de las religiones y de la Humanidad en un aspecto completamente nuevo. 

Desde esta altura, he aquí lo que se distingue. Todas las grandes religiones tienen una historia exterior y otra interior; la una aparente, la otra secreta. Por historia exterior, yo entiendo los dogmas y mitos enseñados públicamente en templos y escuelas, reconocidos en el culto y en las supersticiones populares. Por historia interna, entiendo yo la ciencia profunda, la doctrina secreta, la acción oculta de los grandes iniciados, profetas o reformadores que han creado, sostenido, propagado, esas mismas religiones. 

La primera, la historia oficial, la que se lee en todas las partes, tiene lugar a la luz del día; ella no es, sin embargo, menos oscura, embrollada, contradictoria. La segunda, que yo llamo la tradición esotérica o doctrina de los Misterios, es muy difícil de desentrañar. Porque ésta, se prosigue en el fondo de los templos, en las cofradías secretas, y sus dramas se desenvuelven por entero en el alma de los grandes profetas, que no han confiado a ningún pergamino ni a ningún discípulo sus crisis supremas, sus éxtasis divinos. Hay que adivinarla. Pero una vez que se la ve, aparece luminosa, orgánica, siempre en armonía consigo misma. Se la podría llamar la historia de la religión eterna y universal. En ella se muestra el porqué de las cosas, el emplazamiento de la humana conciencia, del que la historia no nos ofrece más que un reverso laborioso. Allí alcanzamos el punto generador de la Religión y de la Filosofía, que se reúnen al otro extremo de la elipse por medio de la ciencia integral. Este punto corresponde a las verdades trascendentes. Allí encontramos la causa, el origen y el fin del prodigioso trabajo de los siglos, la Providencia en sus agentes terrestres. 

Tal historia es la única de que me ocupo en este libro. Para la raza aria, el germen y núcleo de dicha historia esotérica se halla en los Vedas. 

Su primera cristalización histórica aparece en la doctrina trinitaria de Krishna, que da al brahmanismo su potencia, a la religión de la India su sello indeleble. 

Budha, que según la cronología de los brahmanes, fue posterior a Krishna, en dos mil cuatrocientos años, no hace más que descubrir otro aspecto de la doctrina oculta, el de la metempsícosis, y de la serie de existencias eslabonadas por la ley del Karma. Aunque el budhismo fue una revolución democrática, social y moral, contra el brahmanismo aristocrático y sacerdotal, su fondo metafísico es el mismo, aunque menos completo. 

La antigüedad de la doctrina sagrada no es menos asombrosa en Egipto, cuyas tradiciones se remontan a una civilización muy anterior a la aparición de la raza aria en la escena histórica. Se podía suponer, hasta estos últimos tiempos, que el monismo trinitario expuesto en los libros griegos de Hermes Trismegisto, era una complicación de la escuela de Alejandría bajo la doble influencia judeo cristiana y neo-platónica. De común acuerdo, creyentes e Incrédulos, historiadores y teólogos, no han cesado de afirmarlo hasta el día. Mas esta doctrina cae hoy ante los descubrimientos de la epigrafía egipcia. La autenticidad fundamental de los libros de Hermes como documentos de la antigua sabiduría de Egipto, resalta triunfalmente de los jeroglíficos descifrados. No solamente las inscripciones de los obeliscos de Tebas y de Menfis, confirman toda la cronología de Manethón, sino que demuestran que los sacerdotes de Ammón-Ra, profesaban la alta metafísica que enseñaba bajo otras formas a orillas del Ganges. (Véanse los hermosos trabajos de Francois Lenormand y de M. Maspéro). 

Se puede decir aquí, con el profeta hebreo, que “la piedra habla, y que el muro grita”. Así como el sol de “media noche” que lucía, se dice, en los Misterios de Isis y de Osiris, el pensamiento de Hermes, la antigua doctrina del verbo solar ha vuelto a brillar en las tumbas de los reyes, y hasta en los papiros del Libro de los Muertos conservados por momias de cuatro mil años. 

En Grecia, el pensamiento esotérico está a la vez más visible y más envuelto que en otra parte; más visible, porque se manifiesta a través de una mitología humana embelesadora, porque fluye como sangre ambrosíaca por las venas de aquella civilización, y brota por todos los poros de sus Dioses, como un perfume y como un rocío celeste. Por otra parte, el pensamiento profundo y científico que presidió a la concepción de todos esos mitos, es con frecuencia más difícil de penetrar a causa de su seducción misma y de los embellecimientos que han añadido los poetas. Pero los principios sublimes de la teosofía dórica, y de la sabiduría de Delfos, están inscritos con letras de oro en los fragmentos órficos y en la síntesis de Pitágoras, así como en la vulgarización dialéctica y un poco caprichosa de Platón. 

La escuela de Alejandría, nos proporciona también claves útiles. Ella fue la primera en publicar en parte, y comentar el sentido de los misterios, en medio del relajamiento de la religión griega y enfrente de los progresos del cristianismo. 

La tradición oculta de Israel, que procede a la vez de Egipto, de Caldea y de Persia, nos ha sido conservada bajo formas raras y oscuras, pero en toda su profundidad y extensión, por la Cábala o tradición oral, desde el Zohar, y el Sepher Yezirah, atribuido a Simón Ben Yochai, hasta los comentarios de Maimónides. Misteriosamente encerrada en el Génesis y en el simbolismo de los profetas, resalta de una manera asombrosa en el admirable trabajo de Fabre d’Olivet sobre la lengua hebrea reconstituida, que tiende a reconstruir la verdadera cosmogonía de Moisés, según el método egipcio, tomando el triple sentido de cada versículo, y casi de cada palabra, en los diez primeros capítulos del Génesis. 

En cuanto al esoterismo cristiano, brilla por si mismo en los Evangelios ilustrados por las tradiciones esénicas y gnósticas. Él, brota como de un manantial vivo de la palabra de Cristo, de sus parábolas, del fondo mismo de esa alma incomparable y realmente divina. Al mismo tiempo, el Evangelio de San Juan, nos da las claves de la enseñanza íntima y superior de Jesús, con el sentido y el alcance de su promesa. Volvemos a encontrar allí aquella doctrina de la Trinidad y del Verbo divino, ya enseñada hacía miles de años en los templos del Egipto y de la India, pero animada, personificada por el príncipe de los iniciados, por el más grande de los hijos de Dios. 

La aplicación del método que he llamado esoterismo comparado, a la historia de las religiones, nos conduce por lo tanto, a un resultado de la mayor importancia, que se resume así: la antigüedad, la continuidad y la unidad esencial de la doctrina esotérica. Hay que reconocer que éste es un hecho bien digno de tenerse en cuenta, porque supone que los sabios y profetas de los tiempos más diversos han llegado a conclusiones idénticas en el fondo, aunque diferentes en la forma, sobre las verdades primeras y últimas, y ello siempre por la misma vía de la iniciación interior y de la meditación. 

Agreguemos que esos sabios y esos profetas fueron los mayores bienhechores de la humanidad, los salvadores cuya fuerza redentora arrancó a los hombres del abismo de la naturaleza inferior y de la negación. ¿No es preciso decir después de esto que hay, según la expresión de Léibnitz, una especie de filosofía eterna, que constituye el lazo primordial de la ciencia y de la religión y su unidad final?. 

La teosofía antigua, profesada en la India, Egipto, y Grecia, constituía una verdadera enciclopedia, dividida generalmente en cuatro categorías: 

1. La Teogonía o ciencia de los principios absolutos, idéntica a la ciencia de los Números aplicada al universo, o las matemáticas sagradas.

2. La Cosmogonía, realización de los principios eternos en el espacio y el tiempo, o involución del espíritu en la materia, períodos de mundo.

3. La Psicología, constitución del hombre, evolución del alma a través de la cadena de existencias.

4. La Física, ciencia de los reinos de la naturaleza terrestre y de sus propiedades. El método inductivo y el método experimental se combinaban y se fiscalizaban uno a otro en esos diversos órdenes de ciencias, y a cada una de ellas correspondía un arte. 

Estos eran, tomándolos en orden inverso y empezando su enumeración por las ciencias físicas: 1. una Medicina especial fundada en el conocimiento de las propiedades ocultas de los minerales, las plantas y los animales; la Alquimia o transmutación de los metales, desintegración y reintegración de la materia por medio del agente universal, arte practicado en el Egipto antiguo, según Olimpiodoro, y llamado por él crisopeya, y argiropeya, fabricación del oro y de la plata; 2. las Artes psicúrgicas que se referían a las fuerzas del alma, magia y adivinación; 3. la Genetliaca celeste o astrología, o el arte de descubrir la relación entre los destinos de los pueblos o de los individuos y los movimientos del universo, marcados por las revoluciones de los astros; 4. la Teurgia, el arte supremo del mago, tan raro como peligroso y difícil, el de poner el alma en relación consciente con los diversos órdenes de espíritus y obrar sobre ellos. 

Se ve que, ciencias y artes, todo se ligaba y armonizaba en esta teosofía derivada de un mismo principio que llamaré en lenguaje moderno, monismo intelectual, espiritualismo evolutivo y trascendente. 

Se pueden formular como siguen los principios esenciales de la doctrina esotérica: 

- El espíritu es la sola realidad. La materia no es más que su expresión inferior, cambiante, efímera: su dinamismo en el espacio y el tiempo. 

- La creación es eterna y continua, como la vida. El microcosmo-hombre, es ternario por su constitución (espíritu, alma, y cuerpo), imagen y espejo del macro-cosmos-universo (mundo divino, humano y natural), que es por sí mismo el órgano del Dios inefable, del Espíritu absoluto, que es por su naturaleza Padre, Madre, e Hijo (esencia, sustancia y vida). 

- He aquí por qué el hombre, imagen de Dios, puede llegar a ser su verbo vivo. 

La gnosis, o mística racional de todos los tiempos, es el arte de encontrar a Dios en sí, desarrollando las profundidades ocultas, las facultades latentes de la conciencia. El alma humana, la individualidad, es inmortal por esencia. Su desenvolvimiento tiene lugar en planos alternativamente ascendentes y descendentes, por medio de existencias por turnos espirituales y corporales. La reencarnación es su ley evolutiva. Llegada a lo perfecto, se libra de esa ley, y vuelve al Espíritu puro, a Dios, en la plenitud de su conciencia. Del mismo modo que el alma se eleva sobre la ley de la lucha por la vida, cuando adquiere conciencia de su humanidad, igualmente se eleva sobre la ley de la reencarnación cuando adquiere conciencia de su divinidad. 

Las perspectivas que aparecen en el umbral de la Teosofía, son inmensas, sobre todo cuando se las compara con el estrecho y desolado horizonte en que el materialismo encierra al hombre, o con los datos infantiles e inaceptables de la teología clerical. Al contemplarlas por vez primera, se experimenta el deslumbramiento, el escalofrío de lo infinito. Los abismos de lo inconsciente, se abren en nosotros, mostrándonos la sima de donde salimos, las alturas vertiginosas a que aspiramos. Embelesados ante esta inmensidad, pero atemorizados del viaje, deseamos no existir más, ¡llamamos al Nirvana!. Luego, nos damos cuenta de que esta debilidad, es lo que el cansancio del marino presto a soltar el remo en medio de la borrasca. 

Alguien ha dicho: el hombre ha nacido en un hueco de onda, y no sabe nada del vasto océano que se extiende ante él, y a sus espaldas. Eso es verdad: pero la mística trascendente empuja nuestra barca hacia la cresta de la ola y allí, siempre azotados por la furia de la tempestad, percibimos su ritmo grandioso; y la mirada, midiendo la bóveda del cielo, reposa en la calma del firmamento azul. 

La sorpresa aumenta, si, volviendo a las ciencias modernas, nos damos cuenta de que desde Bacon y Descartes; ellas tienden involuntariamente, pero de un modo seguro, a volver a las referencias de la antigua teosofía. Sin abandonar la hipótesis de los átomos, la física moderna ha llegado insensiblemente a identificar la idea de fuerza, lo cual es un paso hacia el dinamismo espiritualista. Para explicar la luz, el magnetismo, la electricidad, los sabios han tenido que admitir una materia sutil y absolutamente imponderable, que llena el espacio y penetra todos los cuerpos, materia que han llamado éter, lo que significa una aproximación a la antigua idea teosófica del alma del mundo. En cuanto a la impresionabilidad, a la inteligente docilidad de esa materia, resalta de un reciente experimento que prueba la transmisión del sonido por la luz. 

De todas las ciencias, las que parecen haber puesto en mayor apuro al espiritualismo, son la zoología comparada y la antropología. En realidad, ellas han sido sus servidoras, mostrando la ley, y el modo de intervención del mundo inteligible en el mundo animal. Darwin dio el golpe de gracia a la idea infantil de la creación, según la teología primaria. En este aspecto, no hizo otra cosa que volver a las ideas de la antigua teosofía. Pitágoras había ya dicho: “el hombre es pariente del animal”. Darwin, mostró las leyes a que obedece la naturaleza para ejecutar el plan divino, leyes instrumentales que son: la lucha por la vida, la herencia, y la selección natural. Él, probó la variabilidad de las especies, redujo su número por la clasificación, y estableció su jerarquía. Pero sus discípulos, los teóricos del transformismo absoluto, que han querido hacer salir todas las especies de un solo prototipo, y hacen depender su aparición de las únicas influencias de los medios, han forzado los hechos en favor de una concepción puramente externa y materialista de la naturaleza. No; los medios no explican las especies, como las leyes físicas no explican las leyes químicas, como la química no explica el principio evolutivo del vegetal, ni éste el principio evolutivo de los animales. 

En cuanto a las grandes familias de animales, ellas corresponden a los tipos eternos de la vida, signos del Espíritu que marcan la escala de la conciencia. La aparición de los mamíferos, después de los reptiles y pájaros, no tiene razón de ser en un cambio de medio terrestre; éste no es más que la condición. Esto supone una nueva embriogenia; por consiguiente, una fuerza intelectual y anímica nueva, obrando dentro y en el fondo de la naturaleza, que nosotros llamamos el más allá, relativamente a la percepción de los sentidos. Sin esta fuerza intelectual y anímica, no se explicará tan sólo la aparición de una célula organizada en el mundo inorgánico. 

En fin, el hombre, que resume y corona la serie de los seres, revela todo el pensamiento divino por la armonía de los órganos y la perfección de la forma, efigie viva del alma universal, de la inteligencia activa. Condensando todas las leyes de la evolución y toda la naturaleza en su cuerpo, él la domina y se eleva sobre ella, para entrar, por la conciencia y por la libertad, en el reino infinito del Espíritu. 

La psicología experimental, apoyada sobre la fisiología, que tiende desde el principio del siglo, a volver a ser una ciencia, ha conducido a los sabios contemporáneos hasta el pórtico de un mundo distinto, el mundo propio del alma, donde, sin que las analogías cesen, rigen nuevas leyes. 

Oigo hablar de los estudios y certificaciones médicas de este siglo, sobre el magnetismo animal, el sonambulismo, y todos los estados del alma diferentes del de la vigilia, desde el sueño lúcido, a través de la doble vista, hasta el éxtasis. La ciencia moderna no ha hecho aún más que tanteos en este terreno, donde la ciencia de los templos antiguos había sabido orientarse, porque poseía los principios y las claves necesarias. No es menos cierto que aquélla ha descubierto todo un orden de hechos que le han parecido extraños, maravillosos, inexplicables, porque contradicen claramente las teorías materialistas, bajo el imperio de las que se ha habituado a pensar y experimentar. 

Nada más instructivo que la incredulidad indignada de ciertos eruditos materialistas, ante todos los fenómenos que tienden a probar la existencia de un mundo invisible y espiritual. Hoy, si se le ocurre a alguien probar la existencia del alma, escandaliza a la ortodoxia del ateísmo, como antes se escandalizaba a los ortodoxos de la Iglesia al negar a Dios. No se arriesga ya la vida, es verdad, pero se arriesga la reputación.  

De todos modos, lo que resalta del más simple fenómeno de sugestión mental a distancia, y por el pensamiento puro, fenómeno comprobado mil veces en los anales del magnetismo, (Véase el hermoso libro de Ochorowitz, sobre la sugestión mental) es la acción del espíritu y la voluntad fuera de las leyes físicas del mundo visible. La puerta de lo Invisible está, pues, abierta. En los altos fenómenos del sonambulismo, este mundo se abre por completo. Pero me detengo aquí, sólo en lo que está comprobado por la ciencia oficial. 

Si pasamos de la psicología experimental y objetiva, a la psicología íntima y subjetiva de nuestro tiempo, que se expresa por la poesía, música y literatura, vemos que un inmenso soplo de esoterismo inconsciente las penetra. Nunca la aspiración a la vida espiritual, al mundo invisible, rechazado por las teorías materialistas de los sabios y por la opinión general, ha sido más seria y más real. Se ve esta aspiración en los lamentos, en las dudas, en las negras melancolías y hasta en las blasfemias de nuestros escritores naturalistas y de nuestros poetas decadentes. Jamás tuvo el alma humana un sentimiento más profundo de la insuficiencia, de la miseria, de lo Irreal de su vida presente; jamás aspiró de más ardiente modo, a lo invisible del más allá, sin llegar a creer en su existencia. A veces, hasta llega su intuición a formular verdades trascendentes, que no forman parte del sistema admitido por la razón, que contradicen sus opiniones de superficie, y que son involuntarias fulguraciones de su conciencia oculta. Citaré como prueba el pasaje de un pensador poco común, que ha sentido toda la amargura y toda la soledad moral de este tiempo. “Cada esfera del ser, dice Frédéric Amiel, tiende a una esfera más elevada, y tiene ya de ellas revelaciones y presentimientos. 

El ideal, bajo todas sus formas, es la anticipación, la visión profética de esa existencia superior a la suya, a la que cada ser aspira siempre. Esa existencia superior en dignidad, es más Interior por su naturaleza, es decir, más espiritual. Como los volcanes nos traen los secretos del interior por su naturaleza, es decir, más espiritual. Como los volcanes nos traen los secretos del interior del globo, el entusiasmo, el éxtasis, con explosiones pasajeras de ese mundo interior del alma, y la vida humana no es más que la preparación y el advenimiento a esa vida espiritual. 

Los grados de la iniciación son innumerables. Vela, pues, discípulo de la vida, crisálida de un ángel, trabaja en tu florescencia futura, pues la Odisea divina no es más que una serie de metamorfosis más y más etéreas, en que cada forma, resultado de las precedentes, es la condición de las que sigue. La vida divina, es una serie de muertes sucesivas, donde el espíritu arroja sus imperfecciones y sus símbolos, y cede a la atracción creciente del centro de gravitación inefable, del sol de la Inteligencia y del amor”. 

Habitualmente, Amiel, sólo era un hegeliano muy Inteligente, un moralista superior. El día que escribió estas líneas inspiradas, fue profundamente teósofo, pues no se podría exponer, de un modo más profundo y luminoso, la esencia misma de la verdad esotérica. 

Estos extractos bastan para demostrar que la ciencia y el espíritu moderno se preparan, sin saberlo y sin quererlo, a una reconstitución de la antigua teosofía, con instrumentos más preciosos, y sobre una base más sólida. Según la expresión de Lamartine, “la humanidad es un tejedor que trabaja hacia atrás en la trama del tiempo”. 

Día llegará, en que pasando del otro lado del lienzo, contemplará el cuadro magnífico y grandioso, que ella misma había tejido durante siglos con sus propias manos, sin ver otra cosa que el embrollo de los hilos entrecruzados. Aquel día saludará a la Providencia, en sí misma manifestada. Entonces se confirmarán las palabras de un escritor hermético contemporáneo, y no parecerán demasiado audaces a los que han penetrado bastante profundamente en las tradiciones ocultas, para sospechar su maravillosa unidad: “La doctrina esotérica no es solamente una ciencia, una filosofía, una moral, una religión. Ella es la ciencia, la filosofía, la moral y la religión, de que todas las otras no son más que preparaciones o degeneraciones, expresiones parciales o falsedades, según que a ella se encaminan o de ella se desvían”. (The perfect way of finding Christ, por Anna Kingsford. Londres, 1882). 

Lejos de mí el vano pensamiento de haber dado de esta ciencia de las ciencias una demostración completa. Se precisaría, no menos que el edificio de las ciencias conocidas y desconocidas, reconstituidas en su cuadro jerárquico, y reorganizadas en el espíritu del esoterismo. Todos lo que creo haber probado, es que la doctrina de los Misterios, está en las fuentes de nuestra civilización; que ella ha creado las grandes religiones, lo mismo arias, que semíticas; que el cristianismo conduce al progreso del género humano por su reserva esotérica; que la ciencia moderna tiende a lo mismo providencialmente por el conjuro de su marcha, y que, en fin, ciencia y religión deben volverse a encontrar, como en su puerto de conjunción, en su síntesis. 

Se puede decir que allí donde se halla un fragmento cualquiera de la doctrina esotérica, ésta existe virtualmente en su totalidad, puesto que cada una de sus partes presupone o engendra las otras. Los grandes sabios, los verdaderos profetas, todos la han poseído, y los del porvenir la poseerán, como los del pasado. La luz puede ser más o menos intensa, pero siempre es la misma luz. La forma, los detalles, las aplicaciones, pueden variar hasta el Infinito; el fondo, es decir, los principios y el fin, nunca. 

En este libro se encontrará una especie de desarrollo gradual, de revelación sucesiva de la doctrina en sus diversas partes, y ello a través de todos los grandes iniciados, de los que cada uno representa una de las grandes religiones que han contribuido a la constitución de la humanidad actual; cuya serie marca la línea de evolución descrita por ella, en el presente ciclo, desde el antiguo Egipto y los primeros tiempos arios. Se la verá pues, salir, no de una exposición abstracta y escolástica, sino del alma en fusión de esos grandes inspirados y de la acción viva de la historia. 

En esta serie, Rama, no hace ver más que las proximidades del templo. Krishna y Hermes, dan la clave. Moisés, Orfeo, y Pitágoras, muestran el interior. Jesucristo, representa el santuario. 

Este libro ha salido, todo entero, de una sed ardiente por la verdad superior, total, eterna, sin la que las verdades parciales no son más que una ficción. Me comprenderán aquellos que tienen, como yo, la conciencia de que el momento presente de la historia, con sus riquezas materiales, no es más que un triste desierto desde el punto de vista del alma y de sus Inmortales aspiraciones. La hora es de las más graves y las consecuencias extremas del agnosticismo, comienzan a hacerse sentir por la desorganización social. Se trata para nuestra Francia, como para Europa, de ser, o de no ser. Se trata de asentar sobre sus bases indestructibles, las verdades centrales, orgánicas, o de desembocar definitivamente en el abismo del materialismo y de la anarquía. 

La Religión y la Ciencia, estos guardianes supremos de la civilización, han perdido una y otra, su don supremo, su magia, la de la grande y fuerte educación. Los templos de la India y del Egipto, han producido los más grandes sabios de la tierra. Los templos griegos han moldeado héroes y poetas. Los apóstoles de Cristo, han sido mártires sublimes y han hecho brotar otros mil. La Iglesia de la Edad Media, a pesar de su teología primaria, ha hecho santos y caballeros porque creía por intervalos el espíritu de Cristo palpitaba en ella. 

Hoy, ni la Iglesia aprisionada en su dogma, ni la Ciencia encerrada en la materia, saben hacer hombres completos. El Arte de crear y de formar las almas, se ha perdido, y no se volverá a encontrar hasta tanto que la Ciencia y la Religión, refundidas en una fuerza viva, se apliquen juntas y de común acuerdo, al bien y la salvación de la humanidad. Para eso, la Ciencia no tiene que cambiar de método, sino extender su dominio; ni el cristianismo de tradición, sino de tratar de entender los orígenes, el espíritu y el alcance. 

Ese tiempo de regeneración intelectual y de transformación social, llegará, de ello estamos seguros. Ya presagios ciertos lo anuncian. Cuando la Ciencia sepa, la Religión podrá, y el Hombre laborará con una nueva energía. El Arte de la vida y todas las Artes, no pueden renacer más que por su mutuo acuerdo. Pero, entretanto, ¿Qué hacer en estos tiempos que parecen el descenso en una sima sin fondo, con un crepúsculo amenazador, precisamente cuando su principio había parecido el ascenso hacia las libres cumbres, bajo una brillante aurora?. La fe, ha dicho un gran doctor, es el valor del espíritu que se lanza adelante, seguro de encontrar la verdad. Esa fe no es la enemiga de la Razón, sino su antorcha; es la de Cristóbal Colón y de Galileo, que desea la prueba y la objeción, provando y reprovando. 

Para los que la han perdido de un modo irrevocable, y son muchos (porque el ejemplo ha venido de arriba), el camino es fácil y está completamente trazado; seguir la corriente del día, sufrir a su siglo en vez de luchar contra él, resignarse a la duda y a la negación, consolarse de todas las miserias humanas y de los próximos cataclismos con una sonrisa de desdén, y recubrir la nada profunda de las cosas (en que sólo se cree) con un velo brillante que se adorna con el hermoso nombre de ideal, pensando al mismo tiempo que éste no es más que una quimera útil. 

En cuanto a nosotros, pobres seres perdidos, que creemos que el Ideal es la sola Realidad, y la sola Verdad, en medio de un mundo cambiante y fugitivo; que creemos en la sanción y el cumplimiento de sus promesas, en la historia de la humanidad como en la vida futura; que sabemos que esa sanción es necesaria; que ella es la recompensa de la fraternidad humana, como la razón del Universo y la lógica de Dios;  para nosotros, que tenemos esa convicción, sólo hay un partido que debemos abrazar: afirmemos esa Verdad sin temor y tan alto como sea posible; echémonos por ella y con ella en la palestra de la acción, y por encima de la batalla confusa, tratemos de penetrar por la meditación y la Iniciación individuales, en el Templo de las Ideas inmutables, para armarnos allí con los principios infrangibles. Es lo que he tratado de hacer en este libro, esperando que otros me sigan y lo hagan mejor que yo.

Comentarios

  1. Muy buen artículo y muchas gracias por compartirlo. Mis saludos desde Lima Perú. Julio Sandoval

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  2. Gracias por tus palabras. Un cordial saludo desde España.

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